miércoles, 27 de agosto de 2008

La quinta de Bolívar

Había sacado el cuerpo a mis obligaciones de anfitriona que en realidad no existían. Siempre con esa maña tan molesta de obligarme a hacer cosas sólo para pasar por la molestia de renunciar.

A Federico no lo conocía, pero habíamos intercambiado algunas palabras en Internet. Era un costarricense que estaba conociendo Colombia. Él, y su amigo, tenían una seria fijación con Medellín, tanto así que casi no vienen a Bogotá.

Estaba caminando desprevenida, resignada, y bueno, qué le vamos a hacer, éstos extranjeros hacen recorridos por Colombia que uno siempre quiso hacer. Esa espinita que no se sale ni diciendo
si no fueron a la guajira o al chocó entonces no están en nada, con cara de usted no conoció ni el diez por ciento de Colombia papá.
Esa misma mañana había pensado en Simón, un sujeto sólo lenguaje con el que llevaba dos años de correos electrónicos. Lo eliminé de mi vida virtual porque él, y su amante también virtual para mi, publicaron unas fotos románticas de Paris en sus perfiles virtuales; de mañana saliendo de mi casa pensaba que en el fondo Simón no tenía por qué ser tanto drama virtual, porque esas virtualidades se deshacen ante el primer Transmilenio que se les para en frente, y ese si es bien real, cada vez que puede nos lo recuerda sacándonos el aire por pura frustración de no saberse metro.

De todas formas llegué al hostal preguntando por dos costarricenses desconocidos. Me pusieron al frente de ellos y me quedé con cara de
no saber que hago aquí. Uno de ellos, con el rostro de Simón, me miraba sentado. Carajo, si ese sujeto supiera de su aire tan simoniano. Así sería justo un desencuentro con Simón, justo cuando menos me lo espero, justo aparecería en la mitad de una calle cualquiera, en un mercado de pulgas, en una reventa de libros y me diría, hola nena, soy simón, y yo quedaría de una sola pieza, congelada. Como Simón sólo sabe dos frases, diría, mientras me descongelo, chao nena, mi vuelo a Alaska sale en media hora. Porque simón es ese desencuentro trágico y fatal tan fastidioso, y claro, también por la chica virtual, decidí dejar de intercambiar esos besos tan virtuales, tan sabrosos, tan kantianos.

El chico en cuestión era el amigo de Federico, entonces chau Simón sentado sonriendo. Acercándose me dijo,
mucho gusto, mi nombre es Ariel, como si dijera chau nena mi vuelo a Alaska sale en media hora. Hablamos un rato de Costa Rica, de uno en uno, mientras el otro se bañaba. En el hostal unos chicos raros practicaban algo de danza contemporánea, uno muy grotesco con una carpa entre las piernas.

Hay dios, es que la gente en Bogotá no es rola, es esa gente rara, como yo, como usted, que quién sabe por qué termina en Bogotá bailando en hostales o en las calles. Claro que hay gente de gente, hay gente que lleva tantos años que es más rola que los rolos, como yo, o como usted, como el sujeto de la gorra amarilla que recuerda 1948, el bogotazo, a Gaitán que hace medio siglo fue asesinado en pleno centro un nueve de abril mitológico que derivó en el asesinato del autor del crimen por una muchedumbre que luego se llamó tonta porque calló lo que el criminal tenía que decir del autor intelectual del crimen contra el difunto Gaitán dando origen a un populismo bien perturbador.

A mi más bien me parece que el bogotazo comenzó el fin. Cuando murió Gaitán las mujeres lloraron en los pueblos, o eso cuenta mi abuelita que ese día estaba en Montenegro encima de una cama, porque el río se había subido de tanta tristeza. Yo me imagino que la cosa fue algo así como la muerte de Kennedy. Los viudos de Gaitán se volvieron tan políticos que a sus hijos les interesó poco lo que los funcionarios de gobierno (des) hacían, de sus nietos ni se diga, ellos pasan por el lado del señor de la Jiménez de gorra amarilla y uno que otro piensa en darle una monedita.

Con Ariel y Federico estuvimos mirando la colección donada al museo por Botero, los tres abrimos la boca frente al Miró, Renoir, Dalí, los picasos y demás tan tan… tan extraños en Bogotá. Hablamos de las hortensias, una florecillas azules en ramitos que tan desabridas me habían parecido en la infancia y a los chicos centroamericanos les parecían tan extrañas. Simón venía de a ratos sin que Ariel se diera cuenta, yo, de a ratos, quería abofetear a Simón o a Ariel, aunque los dos me parecieran buenas personas. A medio día me fui con Roberto porque yo no sé por qué, pero yo siempre estoy yéndome. Les hice un dibujito del centro y de las reventas de libros y deseé, por primera vez, que se tomaran el trabajo de recorrer Bogotá y se enamoraran de ella, porque Bogotá es un encanto, así insistan que Medellín esto, que Medellín lo otro, que el metro, que la historia, la leyenda del narcotráfico y los sicarios, que las chicas con esas pochecas tan grandes, con esas piernotas, con esos labios, que los paisas tan amables y la montaña tan agradable, y bueno… las rolas tan recataditas… algunas bajitas, tan calladitas, tan serias, con tantos sacos encima, siempre con esa mirada de
si te me acercas voy a gritar de aquí a la china y la policía va a venir por ti.

Nos encontramos en la noche y hablamos de lo que seguro estos chicos habían hablado con tanto latinoamericano en Colombia y, por supuesto, con tanto colombiano anfitrión, como yo, como usted. Que la comida, que la política, que las ciudades, que la pobreza, ese problema de Latinoamérica, y ese americanismo que después de un rato deja lo mismo que una charla de borrachos, la sensación de no decir nada. Roberto llevó a una rolita que se enamoró de Ariel, o de Simón, nunca supe muy bien, y se quedó con él en el hostal. Federico me proponía algo así con sus ojitos, pero yo no tengo esos ojitos, y Roberto, que siempre hace ojitos de mujer, le espantó los ojos y se los puso como para echarle gotas. Me fui temprano, despidiéndome de Simón como por centésima vez en mi vida, y de los chicos y la otra rolita. Roberto me acompañó al Transmilenio que se sueña metro, en el camino hablamos de las palomas de la Plaza de los Periodistas, la vida de las palomas rolas del centro, y de cualquier lado de la ciudad, siempre me ha parecido catastrófica. Los palomos las violan a diario, ellas andan de malas todo el tiempo, andan sin espantarse en las calles y en las plazas, se quedan mirándolo a uno como diciendo
¿qué me mira? Y uno siempre se queda como no, nada. Yo no sé si habrá justicia aviar sobre accesos carnales violentos, pero sé que por eso andan deprimidas, enfermas, se les caen las plumas, se bañan en esa fuente hecha caño, se contagian de enfermedades “exóticas” y, algunas veces, mueren en masa, cuando algún ciudadano, como vil paramilitar en pueblo, decide envenenarlas a todas y, en las mañanas, la ciudad amanece medio divertida, medio asqueada, medio horrorizada por la masacre.

Me despedí de Roberto y él se despidió como yo de mi, y juepucha, eso me molesta de Roberto, me molesta que a veces es como yo, como una chica cortejando a una chica y
no me jodas, yo soy yo, así de a ratos te parezcas a mi. Levantó sus hombros como lo hubiera hecho yo, dijo que Simón era increíble, que se quedaría otro rato en el hostal hablando de filosofía alemana y de los latinoamericanos. Qué cosas con este tipo siempre, siempre saliendo con este tipo de cosas. Como si en la vuelta de la esquina hubiera muchas yo, o muchos Simón. Como si los nombres fueran cosas conmutables, como si Simón fuera Ariel y Ariel Federico y Federico la rola y la rola yo y yo Roberto. Como si las cosas no tuvieran nombre, como si los nombres fueran ideas que se concretaran indiferentemente en buses, mujeres, niños, hostales, ropas, etc.

El Transmilenio iba mas lleno que cualquier tarde a las seis, un tal Bolívar andaba sacándome el aire y yo a él. Sonreímos un poco ahogados e intercambiamos números de teléfono después de hablar sobre palomas aplastadas por los carros en las madrugadas. Nunca mas supe de la rola, de Roberto, de Federico, de Ariel o de Simón. Alguna vez los recordé, de manera fugaz, caminando por la quinta con Bolívar, pero Bolívar sacó un borrador, los borró y rehizo, todos con plumas y en Las Aguas, bañándose tan g
raciosamente como cualquier paloma de Bogotá.