Los
ciclos temporales se habían trastornado a tal punto, que eran las cuatro de la
madrugada en el aeropuerto y Glenda sentía una necesidad extraña de embriagarse
un poco y escribir, como solía hacerlo en las noches de los jueves y viernes.
Esto lo hizo recibiendo austeramente las miradas de reproche de las meseras de
una de las cafeterías del aeropuerto. Era un grupo de tres chicas que acababan
de llegar al trabajo, todas ellas recién bañadas y levantadas. Como si
estuviera en otro tiempo, y de hecho lo estaba, se sentó en una de las mesas de
la cafetería y observó por la ventana la llegada de dos aviones y el transitar
lento de los diminutos camiones que transportan las valijas hacia y desde los
aeroplanos. Sentía el constante e intenso dolor de los cólicos menstruales,
hacía unas horas, cuando estaba en córdoba, exactamente hacía 600 kms, en un
baño de un hostal y dos minutos antes de tomar un taxi, observó sorprendida el
papel higiénico manchado de sangre, cosa muy extraña porque los tiempos de la
llegada de su menstruación los tiene claros, y esto sin llevar la cuenta, dos o
tres días antes siente que ya es tiempo de que la regla le venga, pero
entonces, con tal confusión, no lo sospechó. Por lo general los cólicos
marcaban los ritmos cotidianos del descanso y la vigilia, pero esta vez no le
produjeron la menor sensación de tiempo continuo. Glenda sentía que la última
semana se había estirado y encogido, ella misma había saltado entre tiempos y
recorrido varios años y ahora, a las cuatro de la mañana en el aeropuerto, el
tiempo le explotaba en la cara dejando recuerdos sobre las mesas y sillas.
A
las cuatro y media terminó de escribir un pequeño texto, hablaba de sus
conflictos matrimoniales, en realidad quería crear un discurso sobre sus dudas,
dudas? Pensaría ella, y es que no
tenía muy claro qué era lo que sucedía. Había días enteros en los que se
sumergía en sensaciones, sentimientos, emociones, prácticas emotivas, diría ella, que le molestaban, que le dejaban
tristezas extrañas, deseos inalcanzables, no verbalizados, ni si quiera
expresados, no sabía lo que quería y lo que no quería, entonces escuchaba Claro
de Luna de Debussy y lloraba sin hacerlo. Esa mañana el tiempo había estallado
y dejado sus restos, memorias y objetos, todos desperdigados sobre las mesas y
los pasillos del aeropuerto, y el aire de la mañana, el amanecer, se levantaba
bailando Claro de Luna y, sin hacerlo, ella lloró un poco. Sintió ganas de embriagarse
y fumar, pero el aeropuerto era un lugar sin espacio, un no lugar revestido de
un aire aséptico que se presentaba como neutral y natural y, dado el deber ser
de las cosas, en estos lugares no se podría fumar. Pensó en beber una tercera
cerveza pero la mirada de reproche que le haría la última chica la desanimó. De
hecho pensaba caer en un sueño profundo arrullado por el alcohol durante las seis horas que le quedaban de viaje, sabía que al despertar el
territorio y el tiempo recuperarían sus ritmos y se unirían de nuevo en un
paralelismo infranqueable. El silencio mortal de ese lugar a esa hora le hacía
pensar en Gabriela, en el acento de Gabriela, en la manera en la que sus
palabras bailaban en un ritmo extraño como el tiempo y el espacio.
En
el avión agradeció tener un compañero de asiento silencioso, durmió unas cuatro
horas y comió opíparamente la comida desabrida que le dieron. Sacó un libro,
uno pequeño que había comprado horas antes al ver que le sobraban billetes de
la moneda local. En la última página inició otro texto, antes, miró hacia la
ventana desde donde vio un par de ríos con numerosos meandros, ríos diminutos
que de cerca podrían ser enormes cuerpos de agua, tenebrosos y potentes que
arrastraban en sus corrientes innumerables objetos, no sólo de las selvas,
bosques y planicies, sino de la cultura material de los humanos. Volvió a su
libro y escribió.
Brimana
se recuesta sobre el otro lado del muro mientras me ve enrojecer, ella se deja
caer, con calor, yo, porque ella está de lo más seca, no tenemos nada que
decirnos. Tarareo de pie y apoyada sobre los restos de una vieja casa en la
finca de la abuela. Medio muro de ladrillos pintado de blanco que se levanta
extraño en la mitad del pastizal. Brimana vuelve su rostro hacia arriba y se
encuentra con mis ojos, me mira con desconcierto. Cómo hemos estado y esas
cosas que se preguntan cuando preguntamos. Noséquiencita toca el violín, hay
gente que hace mezclas de lo más interesantes. Mira su vientre, le preocupa ese
abultamiento. A mí también en realidad, esta violencia estructural, como si
fuéramos importantes, como si fuéramos medianamente importantes, sólo por esta
violencia. Las señoras indígenas que “bajan de la montaña”, qué sabrá ella si
por la guerrilla o los paramilitares, tal vez el ejército o los cultivos de
coca, pero de todas formas, “pobre gente”, como los que andan por la calle
pidiendo dinero y las víctimas, los desplazados, en África con tantos niños
muertos de hambre, estaría bien que comieran un poco de lo que deja de comer, y
están las políticas, y las personas, y los análisis filosóficos, pero en la
filosofía no se mete mucho, no porque sea un círculo etnocéntrico, por más crítico
que haya sido su último periodo (el de ella y el de la filosofía), sino porque
es muy enredado y “abstracto”. Los punkeros, el rap, reggae, las drogas y esas
cosas que nos llevan a la farándula y a la televisión y a pepita y a juanita, y
luego la ropa y los zapatos de la China que hacen migrantes de quién sabe que
otro país vecino, pero no Rusia, porque los rusos son como esquimales, siempre
con esos gorritos. Bangladesh y las filipinas de los que migran tantas “amas de
casa” y el mundo que se mueve y nosotras tan quietas bajo el sol con este
calor, yo, porque ella sigue de lo más seca.
Hari se acerca, cada vez más cerca y más arriba.
Él camina en la calle siempre, de vez en cuando sube a las montañas como suben
las mujeres, o baja a pescar, monta toros en los llanos, y yo lo miro sonrojada
mientras ayudo en la molienda. Hari no sabe que es hari, ni que hace todas las
cosas que hace, hari está en la ciudad escuchando alguna cátedra sobre
durkheim, o haciendo caras cuando sabe de derridá. Hari escucha electrónica,
pregunta sobre lubricantes y esposas, hace esculturas, se enamora de su carro
viejo y desvalijado, entra en las “pasiones de masas” y hace etnografías, ve
bailar a las gitanas, da clases informales de historia de la música “porque las
mujeres no son melómanas”, así yo haga esas caras de la mujeres que no
existimos. Todas las mañanas en el café lee el periódico, fuma un cigarrillo me
sonríe, por las tardes vuelve sin haber salido y lee música, mientras le hablo
de antropología. Y en la finca me sigue sonriendo mientras salto en falda con
las piernas pegajosas por el calor, se lanza sobre mí pero me mantengo de pie, sube
mi falda y me apoyo sobre el único muro que queda de la casa de mi bisabuelo, Brimana
se acerca, al otro lado, mientras me ve enrojecer y se deja caer, del otro
lado, habla de moda, de las indígenas y esas cosas que se hablan cuando hablamos,
y pregunta cómo estamos, y esas cosas que se preguntan siempre cuando
preguntamos y si lo quiero y la lengua de hari entre mis piernas, el mundo que
se mueve y nosotras tan quietas bajo el sol con este calor, yo, porque ella
sigue de lo más seca.
“Pero
claro que lo amo” le digo a Brimana. Hari cambia el ritmo. Me quedo callada,
los dos miran hacia arriba, mi rostro fijo en la casa principal, la abuela está
en el patio desplumando un pobre pavo real, sonrío mientras muevo mi rostro.
Brimana que mira a la abuela y se enternece, algún día ella estará con alguien
como mi abuelo, salgo de la cara de hari, subo mi ropa interior,
desvergonzadamente escalo el muro y camino hacia el río. Hari se recuesta sobre
la pared, tal vez piense en alguien como la abuela.
Glenda
observó el amanecer desde la ventana del avión. Pensó un poco más en Hari, que
era todos los hombres, cerró la ventana y se sumergió en la lectura de la
revista de la aerolínea.