Si por el gallo fuera esta historia
iniciaría con el canto de los grillos de cinco de la mañana de una finca
cafetera, con algo de neblina y frío; pero el gallo sabe, porque el gallo
sueña, que esta es una historia de brujos e indios que inicia con la lluvia de
una gran ciudad:
Llovía y el estrepitoso ruido de las
gotas inundaba los pasillos de la pensión. Una mujer en el restaurante del
frente reía a grandes carcajadas por el efecto de las cervezas y esperaba que
la lluvia cesara para poder salir de ese escabroso barrio de inmigrantes e
indígenas. Dos mujeres trigueñas, descalzas y vestidas con batas de colores
entraron corriendo a la pensión tratando de salvarse de la lluvia pero no lo
consiguieron, estaban completamente mojadas. El administrador les advirtió que
debían secar los charcos que habían dejado tras de sí a lo largo del pasillo,
ellas rieron, hablaron en un idioma incomprensible para él y siguieron a su
habitación.
Bertha Ligia estaba en su cuarto mirando
al gallo, tenía hambre y definitivamente iba a cocinarlo. Tarareaba al ritmo de
un popular reggaetón que se abría paso desde las bocinas de una vieja
grabadora, finalmente suspiró, reunió fuerzas y se lanzó sobre el gallo sin
éxito; ambos iniciaron un violento y torpe baile arrojando al suelo cucharas,
ollas, perfumes, ropa, hasta el televisor cayó arruinándose y espantando a unas
cuantas cucarachas. El administrador de la pensión abrió la puerta de la
habitación ofuscado y vociferó: -Aquí no quiero gallos, ni indios, ¡esta no es
la puta selva!- miró a Bertha Ligia por unos segundos, que desastre de mujer,
pensó, una india en medio de un chiquero con un gallo, escuchó el timbre y se
dirigió al recibidor. Bertha Ligia se sentó en el suelo y decidió esperar, no
tenía tanta hambre después de todo. Puso unos granos de arroz en su mano y
aguardó durante mucho tiempo el picotazo ingenuo del animal.
Cerró los ojos y sintió que su piel se
resecaba y curtía, cerró lentamente sus manos y apretó los puños. Lo primero
que Bertha Ligia vio fue la nariz de una danta olfateando la tierra negra de la
selva, la danta era pequeña y estaba en la orilla de un estanque, este animal
escuchaba con atención e inmóvil esperaba. Un objeto cayó en la mitad del
estanque salpicando los arboles alrededor y el rostro de Bertha ligia pero ella
no sintió. Mamá grande reía, y aunque no pudiera ver a esa abuela bruja que
había decidido no morir, Bertha Ligia sabía que era ella, tembló y despertó
sudando.
La lluvia había acabado, el gallo infeliz
observaba por la ventana con una tranquilidad extraña, quizá sabía que iba a morir, sabía que
debería abandonar sus plumas, su piel, que una parte de él vestiría otras
pieles y que otra se diluiría en la lluvia. Lo sabía el gallo y no lo sabía
Alipio cuya sentencia de muerte era más fuerte que la de ese pobre animal.
Hacía frío y tenía que comer, tendría que buscar el dinero para comprar algo
porque no tenía fuerzas y luego si podría venir a matar al gallo. Bertha Ligia
agarró una bolsa de plástico que encontró en medio del desorden y caminó
decidida hacia la Avenida Nacimiento.
La ciudad goteó toda la tarde, los buses
desplazaban el agua de los charcos a los andenes, vitrinas y peatones, y las
gotas que caían de los tejados se encadenaban en un tamborileo que producía
somnolencia. Bertha Ligia se sentó en el andén de la esquina de Nacimiento con
calle Primera, a su lado se encontraba un vendedor de churros que acababa de
reacomodar su puesto. Ella se recostó sobre la vitrina del Banco de Bogotá
mientras jugaba con un sonajero de semillas de bejuco cascabel que le había
regalado su tía Hermilda para practicar el canto del sueño. Pensó en su tía y
jugó con el sonajero mientras el sol de tarde evaporó lentamente las humedades
de la ciudad. Tenía tanta hambre que podía comerse al gallo entero. Miró a sus
pies y vio las monedas que algunos de los transeúntes le habían dejado, recogió
la bolsa y el dinero y se dirigió a la plaza campesina donde compró un caldo de
pescado que comió aparatosamente chorreando sus jugos por la comisura de sus
labios. Cogió la cabeza del pescado y se lo llevó a la boca, con los dientes
logró hacerlo crujir ante la mirada atónita de los comensales de la mesa del
frente -El ojo de pescado es bueno - dijo levantando lo que quedaba de la
cabeza del animal hacia ellos, acto seguido se limpió la cara con los
antebrazos y caminó por la calle Primera de regreso a la pensión.
El sol le pareció una luna de tarde, una
luna anaranjada y violeta a la vez, el firmamento se mostraba en un degradé de
colores, las escaleras para subir al mundo de arriba, pensó, pero ella no
quería enfrentarse a otra entidad ese día, así que apartó la vista y la dirigió
hacia la calle, a los transeúntes, a los oficinistas y a las mujeres en
tacones, a las sombrillas que se cerraban y escurrían en las pantorrillas de
los viandantes. Unas cuadras más adelante vio a su cuñada, Clara; estaba
sentada en un andén con sus tres niños mirando absorta hacia un hidrante, su
mirada indicaba que no estaba ahí, estaba muy lejos, en otro lugar. Bertha
Ligia se plantó en frente de ella y le sonrió, Clara alzó su rostro.
-Miré el cielo, ahj, ahora voy a soñar
con espíritu malo esta noche - dijo Clara molesta dirigiendo su mirada hacia el
suelo, se encontró con la sábana de luz que cubría el pavimento y luego las
sombras de los transeúntes alargadas y grisáceas. Llamó a los niños y se unió a
Bertha Ligia.
-Soñé – dijo Clara, Bertha ligia no se
inmutó, se concentró en un hombre viejo y barbudo que también estaba sentado en
un andén y trataba de ponerse en pie, pero no podía por la borrachera. Hasta
con ese viejo panzón preferiría vivir antes de seguir con Alipio. En el sueño
de Clara un gato negro estaba muerto, mamá grande le había dicho que era
Alipio, él iba a morir.
-Alipio no va a morir – dijo Bertha
Ligia distraída y siguiendo con la mirada al panzón borracho que ya estaba en
pie y caminaba unos diez metros delante de ellas, y continuó:
-Alipio ya tiene espíritu malo, a Alipio
hay que matarlo -.
La mirada aterrada de Clara la siguió
pero Bertha Ligia no le hizo caso, recogió una bufanda que encontró en el suelo
y con ella envolvió el sonajero, -Es noche, vamos rápido –dijo con el rostro
frío y alzó a la más pequeña de los hijos de Clara.
-¿Dónde está? - insistió Clara
-No sé -dijo Bertha Ligia apretando
contra si a la niña.
Mientras caminaba recordó la noche
anterior, ese horrible hombre había dado con su escondite, un cuarto de la
pensión vacío, oscuro y frío que casi nunca se alquilaba. Allá había llegado
Alipio guiado por un espíritu malo, él había abierto la puerta mientras ella
soñaba que estaba en el remolino de una cerveza que mamá grande servía en un
totuma. Mamá grande reía mostrando su boca desdentada. Alipio había jalado sus
piernas y la había despertado, una, dos, cuatro, muchas patadas en el estómago,
una botella rota, él encima de ella y sangre. Quedó frío al amanecer pero
seguía vivo, sus ojos aún la seguían por la habitación.
Se detuvo unos segundos frente al
semáforo, no quería recordarlo.
El ruido de los buses y de los carros no
le permitía escuchar la conversación entre Clara y los niños, pero si pudo oír
con claridad los susurros cansados de la niña que llevaba en los brazos.
-Tía – le dijo, -estoy cansada de
esperar-. Bertha ligia la meció un par de veces, tomó aire y exhaló como cuando
Alipio llegó a la puerta de su casa, allá en la ribera del río Andágueda, en
otra noche, en otra luna, en otro tiempo y en otro lugar, y le dijo: -te espero
-, y también llovía y las gotas de lluvia recorrían la frente, el cuello, el
pecho de Alipio, un Alipio sonriente y vivaz, incluso tonto. -te espero noche,
coge conmigo, yo soy todo buenecito, de los Querágama, vamos para la casa y
tengamos muchos hijos -, y su rostro sonriente y sus mejillas rosáceas, la
lluvia cayendo, ese hombre de pie en la puerta de su casa; su padre la había
mirado y ella había guardado silencio, -¡Váyase! - le había dicho a Alipio
Enamorado -¡eche de ahí que la niña no quiere con usted! -. Alipio no había
cedido -Te espero -,
de nuevo lo había dicho, esta vez retrocediendo ante la amenaza del padre de
Bertha ligia, resbalando en el último escalón del tambo, que es un nombre muy
bonito para llamar a la casa, es un nombre sonoro que parece escrito de madera,
de caña, y fue de una de esas cañas de las que Alipio Enamorado había resbalado
y caído, entonces ella había tomado aire y había exhalado.
Cruzó la calle cuando cambió el semáforo
y dos cuadras más adelante, frente al inquilinato, dejó a la niña en el suelo.
Clara la miró angustiada -¿Dónde está? – repitió,
-Estará muerto -.
-Bertha Ligia no es tu trabajo, es
trabajo de brujo, tú no puedes sola-.
-Lo sé -, suspiró y se volvió hacia ella
-Alipio salió a andar con un reloj, hace tiempo tiene uno y sale a andar, el
reloj marca siete y él se levanta corriendo y sale. Vuelve cuando marca otra
vez las siete. Pero no ha vuelto -. Clara la observó resignada, tomó de la mano
a dos de sus hijos y gritó al otro, antes de irse le dijo: -avísame -.
Bertha Ligia entró a su habitación,
buscó un par de botellas de aguardiente blanco y las metió en una bolsa,
también echó los bejucos, el sonajero y una olla, se cubrió el cuello con la
bufanda, mientras el gallo aguardaba escondido bajo la cama, presentía su
muerte. Dos golpes tímidos rompieron el silencio, el gallo y Bertha ligia se
erizaron, ella abrió la puerta, era Arturo Anciano Brujo, un brujo bueno que
alguna vez había sido acusado de mandar maleficio a uno de los hijos de Clara y
casi matarlo, pero en el sueño había sido vencido justamente por Alipio el
Justo.
Estaba oscuro, el sol había
desaparecido, el semblante de Arturo parecía más frío y duro que de costumbre.
Arturo la observó firme y le cerró el paso, transcurrieron algo así como
treinta segundos y al final le dijo: -Si no me lo pides no puedo ayudarte -,
ella guardó silencio, él continuó -Mujer, si no sacas a ese demonio va a haber
mucho más dolor y tu seguirás recibiéndolo, nadie te va a ayudar.
-Él ya murió- dijo Bertha ligia
mirándolo, -así esté respirando él ya murió.
-Él está bravo
Ella se asustó un poco, pero no se dejó
intimidar, trató de ignorar el hecho de que este gran brujo estuviera tan
asustado como ella, que temiera como si fuera el fin del mundo. Pero Alipio no
mataría a nadie más que a ella y ella debía impedirlo. Decidida empujó a Arturo
y entró firme a la habitación del fondo donde la esperaba su tomado marido.
Abrió el aguardiente y se zampó media botella de un solo trago, puso la olla
entre ella y Alipio el Tieso, y trasvasó el resto de la bebida, luego depositó
en la olla los bejucos. Se sentó sobre sus tobillos, los tomó con las manos y
comenzó a cantar.
Resopló.
Su cuerpo era muy grande, parecía que
medía kilómetros de altura y que estaba hecha de pan, así se sentía, como un
copo de algodón suave moviéndose por la selva. Tenía un lápiz labial en su
mano, maquilló sus labios de rojo y dibujó algunos bejucos alrededor de su
ombligo, hombros, en sus pies y piernas. Abajo, muchos metros abajo, en el
suelo, había un alacrán que era del tamaño de una hormiga. Lo observó caminar
lento, ella se acostó con las piernas abiertas, solo tendría que esperar, solo
tendría que esperar.
Dio un brinco involuntario y paró el
canto y el ensueño, estaba sudando.
Alipio el Frío se había sentado frente a
ella, ese cuerpo se había sentado frente a ella.
Sin una gota de temor Bertha Ligia se
puso de pie y abrió la ventana de la habitación, llovían pequeñas gotas tibias
y en las puertas de los bares del frente revoloteaban borrachos como moscas.
Bajo la ventana estaba el bastón de Alipio, lo tomó y le propinó un golpe en el
cuello, como él mismo lo había hecho hacía un par de noches. Luego bebió la
mitad de la taza con la mescolanza alcohólica y herbaría, se sentó de nuevo,
esta vez al lado del difunto y reinició el canto, se lo susurró al oído.
Resopló.
El difunto le lanzó un golpe en el
cuello, en la espalda, en las piernas, la agarró por los cabellos y la arrojó
al suelo, le abrió las piernas e introdujo su mano entre ellas, retrocedió
adolorido y espantado por el aguijonazo del alacrán, entonces se lanzó sobre
ella enfurecido. Bertha Ligia abrió los ojos, estaba en la habitación de nuevo
con el Tieso Alipio sobre ella, logró zafarse y correr hasta su cuarto.
Los huesos comenzaron a dolerle,
crujieron, tropezó con el televisor y cayó. Sus lágrimas y sudor se mezclaron.
Resopló.
Sintió el roce de la piel del tigrillo
sobre su cuerpo, estaba en la casa del jaguar. Tres de ellos comían
glotonamente. El más grandecito la miró.
-¿Usted es gente? -Le dijo. Ella dijo:
-no, no, yo no soy gente, soy un alacrán -.
-no, usted es gente que dice que es
alacrán para que no la comamos -.
-no, no, yo no soy gente, yo solo estoy
vestida de gente-.
-entonces coma – dijo el más pequeño
pasándole un plato con carne cruda y podrida, Bertha Ligia comió
-¿Vio?- dijo -no soy gente -.
La miraron y siguieron comiendo
-pero hay gente- les dijo, -hay un indio
que anda disfrazado de diablo, va a venir aquí a pedir ayuda, tiene pico y
plumas negros, cuando venga los va a matar y a comer-. Los tigrillos quedaron
advertidos.
En la habitación oscura Bertha Ligia vio
la silueta del gallo. Los negros ojos del animal parpadearon dos veces y sus
pupilas se dilataron, el ave estiró su pata naranja para escalar sobre una caja
de galletas “golosas” que se encontraba en el suelo, tras tres pasos calculados
se acercó al cuerpo sudoroso de Bertha Ligia. Sigiloso lanzó un par de
picotazos a su vientre, luego a la palma de la mano, ella lo agarró por la
cabeza y lo estranguló.