jueves, 5 de febrero de 2009

El Fuerte -Imaginación II-

Había una herida que le acompañaba desde siempre. Desde que salió de la superintendencia, donde se celebrara su fatídica unión con quien se encontrase ahora en la tumba. La muerte le había quitado las cargas de lo cotidiano que su difunto esposo impuso, sutil, con tiernas sugerencias de cocina, limpieza y moral, y que había incorporado a sus rutinas, inscribiendo un estilo con el que atendía a viajeros que descansaban en su cama cuando el difunto salía a conquistar el mundo.
Se sentaba a tararear canciones en la mañana, al borde de una piscina vacía y adornada con hojas secas. Sus piernas, ágiles a pesar de los años, se escurrían por los pasillos tentando a quien se atreviera a visitarla. Las sombras del medio día le acobijaban la vergüenza y, como un infante, invadía camas, besaba vientres y presionaba brazos que temblaban de placer al inundar el caserón con el ruido del roce. Tragaba entredormida las tardes con una infusión de jengibre y miel. Cuando la luna estaba entrada en el firmamento, le recargaba los ojos como si al hacerlo recorriese la textura de su herida, cuya topografía se hacía más accidentada conforme la noche iba muriendo.
De madrugada adormecía rememorando las virtudes de los caminos anteriores. En su juventud, siempre encontró sencillo diferenciar lo que debía ser de lo que no. Nunca había recibido una mirada como aquella que le lanzó el difunto antes de su último viaje. Hacía meses, antes del incidente, había comenzado a olvidar los momentos y las palabras apropiadas a cada situación. En sueños los felinos se apareaban con ella como si ella misma fuera un pequeño tigrillo. A sabiendas que los sueños eran una manifestación de esa vieja herida de la que nunca habló, se permitió soñar despierta las jornadas de caza en el patio trasero del caserón. Entonces el difunto llegó cargado de preocupaciones ajenas por la señora de casa, que había sido vista gateando tras ratones y lagartijas a pesar del invierno y las muertes. Porque la muerte entró con trompetas de guerra una mañana antes de los sueños, la muerte se dibujó como un murmuro que ensordecía los roces y los carrerones de medio día. Le había dicho, el difunto, que esa no era forma de comportarse y mucho menos con la muerte en la puerta, ¿Acaso quería que entraran por ambos?
-Me das miedo- dijo golpeándola con la mirada. Caminó hacia la puerta del patio.
-No se atreva, Ignacio Barrera- gritó envenenada sobre sus dos pies de nuevo–no se atreva a irse de esta casa diciendo que yo lo atemoricé – él se detuvo sin volverse hacia ella.
- todo lo que se lleva ahora mismo es lo poco que conservó fuera de mi, el resto –dijo apaciguada, caminando hacia él- el resto de usted lo hice yo y eso se quedó aquí.- Las pocas veces que Bernarda le habló de esa manera se había preguntado con quién se había casado. Había algo en ella que nunca pudo reconocer pero que existía tan poderosamente como sus postres de leche y las manos que se amarraban a él en las noches.
Cuando murió el difunto despertó ahogada al frente de un reloj que parecía marcar el tiempo perdido, estático, pesado, un tiempo de lo que pudo haber sido. Hacía varias décadas que sus pies pisaban los mismos pasillos, patios, baños, camas sin atreverse a recorrer más allá de las montañas por pura falta de objeto. Sentía vértigo, cómo podía saber si realmente entraba o salía, de dónde, a dónde y porqué.
Recordaba el tren de la sabana. Corría 1935 y Bogotá se quedaba atrás por un matrimonio que se celebraría en zipaquirá, la tierra de la sal. En el puesto del frente había una niña de rizos negros que pegaba sus manos a la ventana tratando de agarrar las montañas y los caminos sabaneros. A su lado se encontraba una mujer de edad avanzada que observaba cariñosamente la timidez nativa. Fue sólo eso. Tal vez la educación sabanera, los rígidos modos de comportamiento, las tardes de silencios compartidos en una sala de visitas llenas de estatuas y dos hombres gordos que fumaban tabaco, pudo ser cualquier cosa, pero no intentó preguntarle cómo hacía para coger el mundo con las manos, cómo lo desgarraba cuando comía colombinas, cómo lo entendía en sueños, como sueños. Habría dado todo por ser aquel infante, por viajar con una anciana extranjera a tierras a las que definitivamente no pertenecía.
La muerte vino con portones que se construyeron alrededor de su casa. La muerte vino con verdugos que descansaban las armas en su cama, la muerte vino con días eternos de roces silenciados por planes de combate en el sótano de una Magdalena bíblica. La muerte, que es hombres y muros, dibujó una línea imaginaria marcando un límite, una línea tan fina y tan sutil como cualquier muro inventado. Esta tarde, caminando hacia la línea, el vértigo le sudaba en la espalda y tropezó de frente contra un muro de concreto, construido meses atrás por quiénes habían tomado una casa que solía estar en ningún lugar. Entonces lo supo. Se encontraba ante puertas equivocadas. Corrió en cuatro hacia la piscina vacía y con fiereza se arrojó por una puerta que no se había atrevido a inventar antes.

miércoles, 4 de febrero de 2009

El inventor. -Imaginación I-

Viene la pregunta que es un gato que mira de lado a lado mientras dice tic al derecho, tac al izquierdo, tic al zapato, tac al espejo, tic a las ocho en punto, a las tres menos cuatro, al pasillo, a las piernas, a los puentes, a los pasos, tac a la ventana, al cuarto menos tres, al sombrero, al sol.
-¿
Qué es eso? Me pregunta. Un reloj que se cree gato que nombra cosas, respondo. Asiento con la cabeza y con las pupilas en el tic-tac, ¿qué horas son?