martes, 30 de septiembre de 2008

Los innombrables. (Serie letras 1)

Cuando la noche les quita los nombres, en las mañanas caminan como si el suelo no fuera un lienzo. Pierden sus puntas y minas y despiertan con pies. Miran asombrados hacia el suelo inscripciones que les parecen jeroglíficas. Las carnes se les hacen pesadas y blandas. Envejecen sin saberse, no saben de sus pérdidas.


Aurelia sin nombre.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Conjuros

Aurelia caminaba por el puente. La cosa era sencilla. Bastaba un pequeño despliegue de habilidades físicas “encaramarse” en la baranda y luego, sin pensarlo, saltar. Lástima que sólo tocarla le produjera palidez, náuseas, mareo y sudores fríos.

Un joven murió hace poco en ese mismo puente. Saltó porque los sueños no lo dejaban vivir. Saltó con un gallo muerto que lo acompañó durante todos los ritos que hizo el último mes. Le debía dinero a un corredor de apuestas aficionado a la brujería, pero como el suicida con miedo a las alturas, este intento de brujo temía las consecuencias de cualquier hechizo. La deuda quedó saldada con un par de ritos del chico y él se murió de desesperación onírica.

Aurelia llegó donde la bruja Beatriz. Era una anciana toda amor. “es mi culpa” dijo al ver el rostro de Aurelia. La invitó a pasar y le pidió que se recostara en una camilla que estaba en el centro de la habitación.

Pasó sobre su frente unas hojas de sándalo humedecidas en agua y siguió disculpándose. Aurelia enrojeció, las lágrimas se le confundían con humedades herbarias y el cuerpo se le comenzó a enfriar. “me está asesinando señora” susurraba sin fuerzas y pálida. La anciana, toda amor, le decía al oído “te amo, discúlpame”. El cansancio la venció y perdió la conciencia.

Cuando despertó, la anciana le ofreció una taza de chocolate para recuperar la energía perdida. Le pasó un papelito con un hechizo que debía repetir cada vez que sintiera ganas de lanzarse de un puente. Aurelia la observó desconfiada.

-borré tus recuerdos- dijo dándole la espalda.
-yo lo recuerdo todo- Aurelia sin darle crédito
-claro, pero no igual que siempre. Acabo de borrar tu forma de recordar. Acabo de destruir el mundo que traías antes de cruzar la puerta- Aurelia sonrió y se fue.

Cruzando el puente recordó que un gallo saltó de él con un chico la semana pasada. Un gallo saltó con un chico que era todos los chicos y todas las chicas. Un gallo invitó a saltar a la humanidad de un puente, porque la humanidad nunca salta bien. Sonrió y se fue dando golpecitos en la baranda mientras tarareaba “los pollitos dicen pio pio pio…”

sábado, 13 de septiembre de 2008

Entre cosas

A veces pienso. Es extraño, pero a veces sucede, a veces, y sólo a veces, pareciera que esa artimaña de la modernidad pasa. Hablo de esa ficción de que la emoción puede separarse de la razón, como bloques de legos reunidos, rearmados, reagrupados, separados por un infante, pero en este caso al interior de un espacio imaginado de una cabeza imaginada.

A veces pienso sin odio. Porque odio bastante. Y me rio cuando lo acepto. Odio fugazmente, luego sonrío murmurando “or, or, or, deja de odiar tanto, deja de imaginar a las secretarias cayéndose, al idiota del iphone en el cartucho muerto de pánico, diciendo aló, papá? No sé donde estoy pero no me gusta, al primermundista muriendo de sed de exoticidades en plena conferencia de peñaloza”.

He comenzado a pensar, porque he comenzado a sentir. Es extraño también, como si esa ficción de los dos edificios miniatura al interior de una cabeza imaginada realmente se sucediera. Siento a punto de dormir, siempre en el entresueño, agotada, siempre cuando las cosas comienzan a volverse líneas y formas que arbitrariamente se suceden y luego se quedan sin memoria, y ahí, justo cuando está comenzando a hacerse un sueño, a media noche, llega algo como subiendo unas escaleras, golpeando con fuerza cada escalón, algo tan poderoso que me despierta y me deja con el corazón en la boca. Son recuerdos de cuando sonreía. Son recuerdos que se habían olvidado y ahora invaden espacios que siempre olvido, como los sueños o las citas médicas. Y se me vienen como si no pensaran, como si bajaran las escaleras de un edificio hecho de pura emoción y organizaran una marcha a alguna suerte de Plaza de Bolívar mental.

Entonces, ya con el sueño espantado, con el genio de malas, porque con el sueño espantado el genio siempre se emberraca, me quedo pensando, qué fue lo que pasó y por qué mi corazón y unas escaleras se me vienen a media noche.

Colombina dice que uno no puede creer que borrar es solo espichar delete. Ella siempre quedó sorprendida con eso de “ahhh, embarazaste a una chica, no? Entonces se me olvidó tu nombre, se me olvidó cómo llegar a tu casa, a tu cama, se me olvidaron tus pasos, las madrugadas, y todo eso que pierde nombre mientras te borro”. Aurelia, que bien sabe de mis odios, porque ella es un pequeño odio hecho con el más sincero de los cariños, dice que la cosa no es tan sencilla, porque antes de borrar primero vino una etapa de odiar. Dos meses de “te detesto y a tu progenie”, dos meses con sesenta noches, hasta que el sueño me venció y la cosa se olvidó por completo. Hasta hace pocas noches.

Después de pensar un poco, sobre las chicas y las razones que tienen para decir lo que dicen, concluí que la cosa no es grave. Es una cosa que, como colombina, quiere reconocimiento histórico, que como Aurelia, quiere ser reconocida como alguien maravillosa, sin perder ese aroma despreciable que la constituye. La cosa quiere ser nombrada sin que a mi se me vayan los ojos de para atrás mientras trato de arrancarme la cabeza para derrumbar cualquier construcción de lego. Entonces la cosa ganó su espacio, porque noches en vela no voy a tener.

Si, embarazaste a una chica y te fuiste a vivir con otra. Si, son dos cosas diferentes pero tienen el mismo aroma. Si, pasé noches odiando y en vela hasta que no resistí más y saqué el asunto de mi cabeza. Si, de hecho ya no me interesan, ni bien ni mal, ni en la china, ni con éxito, ya no quiero lo mejor en sus vidas, ni lo peor, me da igual. Pero hubo un momento en que sus cosas fueron vitales, hasta para coger un transmilenio, en realidad fueron varios, con sus noches, y sus días, y las nubes, y los deseos, y los cigarrillos, y los jugos de guayaba, y los pies fríos en la cama, y las estructuras de la economía y todo lo demás que tenía ese aroma a las cosas. Por un momento fui pura emoción, como en un edificio inventado, construí para toda una eternidad un libreto. Si, debo dejar de decir “me lo creí”, porque yo lo inventé, siempre supe su naturaleza. Porque además existe y sube escaleras como corazones que escalan hasta la boca a media noche. Pero, y aquí es donde la cosa se pone oscura, la gente existe. El problema de estas cosas es que siempre quieren protagonismo y yo no tengo la suficiente concentración para andar detrás de esas cosas, a mi me distrae hasta la caja de aguardiente en la mesa del lado de la ventana del cuarto piso de un edificio de la caracas con 39 que tiene la cortina meciéndose por el viento y probablemente a algún borracho privado de sueño a sus pies, porque a los borrachos las cosas no les quitan el sueño.

Digo que las cosas no son tan graves porque en el fondo las cosas cambiarán con los años, se modificarán, se reactualizarán, se podrán leer de manera diferente a medida que hayan nuevas cosas –inventadas o reales-. Entonces no nos afanemos cosas. Dejemos las cosas como están y con nombres, así, con libretos eternos y edificios imaginaros, pero no nos dañemos los sueños, no nos inventemos cosas que no son, no nos olvidemos de los hijos y de las esposas, ni de los daños ni de los gritos, ni los floreros voladores ni de las otras cosas que ahora si pueden decirse porque ya no importan.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Ezequiel, las mujeres inventadas

"A memória da mulher encontra-se na Bíblia. Ainda que não tivesse sido ela interlocutora de Deus. Esta memória encontra-se igualmente nos livros que não escreveu. Uma memória que os narradores usurparam enquanto vedavam à mulher o registro poético de sua experiência."
Nélida Piñon*
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Nota al pie 1.

Hacía diez años no subía al jardín. Las paredes del edificio estaban llenas de hollín y manchas de diferente naturaleza que habían comenzado a aparecer cuando el lugar se volvió un hostal para “mochileros, esos vagabundos que doña Teresa decidió acoger”, me dijo la encargada del edificio.
Entré a la que fuera alguna vez la casa de don Ezequiel y su familia durante más de setenta años. La encargada me advirtió que Sebastián, el hijo de Ezequiel, había decidido que yo mirara qué se hacía con las cosas.
El apartamento estaba en el último piso. En el fondo, observando desde la puerta, había una pequeña escalera encaracolada que don Ezequiel mandó a construir en el 65. Acababa de conocer a mi papá y desde hacía años había acariciado la idea de cultivar té, o cualquier otra cosa. En realidad le interesaba poner alguna especie de laboratorio, algo que incluyera probetas y mediciones, que le permitiera jugar al rompecabezas, la idea de poner una micro empresa homeópata le cayó de perlas. El negocio duró un año porque don Ezequiel comenzó, como vil Mendel, a mezclar echinaceas con eufrasias, y todo se volvió un despelote herbario que tenía como resultado flores, infusiones y aceites de olores sólo conocidos por mi papá y el resto de sus visitantes asiduos.
La casa estaba como la ultima vez que la vi, salvo por un mueble de libros que mostraba una extensión mal hecha, lo demás permanecía en su lugar, las placas al estilo Mutis que cubrían las paredes, el sofá donde yo solía jugar, el escritorio que siempre guardaba miniaturas y modelos en plástico de cuerpos humanos, animales y vegetales.
Lo primero que tomé fue los acetatos de esas cumbias y vallenatos que tanto amaba. Ezequiel era un costeño de raíces árabes, cosa muy común en la costa. Había pasado sus años de infancia en medio de ciudades calientes y pequeñas, vendiendo radiolas con su padre. Solía hablarme de las mujeres de la costa que
siempre te miran de reojo con esos humores tan fuertes mientras se acariciaba los bigotes.
Al principio la idea de ser mi niñera la había perecido impensable, sobre todo porque los niños siempre andan rompiendo cosas. Después de mis primeras imprudencias y comentarios del tipo
ud es muy sucio y está muy grande para no cortarse los bigotes, se ablandó y me recibió con gusto en las tardes de jueves y viernes, cuando mi padre iba a supervisar la nueva microempresa homeopática en Cáqueza, un pueblo en la vía a Villavicencio.
Pasábamos las tardes en el jardín, él jugando con las probetas y yo con semillas y los modelos en plástico. Su lengua se aflojaba con facilidad, debía sentirse bien solo el pobre, en el fondo yo era una miniatura con orejas miniaturas y una gran boca que de cuando en cuando le hacía sonreír.
Después de empacar los modelos y arrojar indiscriminadamente el contenido de los cajones del escritorio en la tula, subí por la escalera encaracolada. Todo era tibio y verde, un ambiente que le gustaba para hacer el amor, por supuesto, esos tips me los dio cuando ya estaba grandecita, en medio de las burlas a mis movimientos epilépticos tratando de salirme de esos brassieres para pubertas. Decía que en cualquier momento, cuando menos lo imaginara, iba a querer abrir las piernas y sonreír, como eso no se podía impedir, entonces debía procurar porque el asunto saliera lo mejor posible
ojalá en un espacio verde y caliente.
En ese entonces yo preparaba un aceite para las arrugas que mi papá me había enseñado a hacer, cada semana pasaba una tarde cuidando de la plantita que tan desabrida me parecía. Por esa época llegó doña Teresa a administrar el edificio. Doña Teresa era una anciana costeña como don Ezequiel, que le había perdonado el pago de la administración a cambio de un espacio en su jardín para cultivar las plantas de las artes africanas. Lo decía con gracia y yo no me resistía a husmear en su micro parcela, que parecía mucho más divertida que el aceite para las arrugas y las frutas agrias de don Ezequiel. La cosa africana terminó cuando por descuido derramé una mezcla sobre sus plantitas y en una tarde de esas soleadas se desató todo un incendio forestal en el espacio reservado a doña Teresa y, como un aviso celestial, la brujería se erradicó de la casa.
La parcelita, que nunca volvió a ser casa de ninguna planta, estaba en la esquina como si no olvidara el día del incendio. Eso fue más o menos por la época de Rayna, una costeñita amiga de doña Teresa que venía a la capital a buscar empleo. Yo nunca supe qué poderes misteriosos motivaron a don Ezequiel a dejar todo a un lado por esa chica que al final era solo cinco años mayor que yo. Las visitas a su casa en los jueves se cancelaron, doña Teresa creía que era mucho mejor no visitarlo si con eso se lograba que don Ezequiel dejara de manosear tanta planta.
Volví un par de veces pero siempre estaba de vacaciones en la costa, así que fue doña Teresa quién recibió las piedras metamórficas, los libros sobre prehistoria, el modelo de plástico de un australopitecos, la cerbatana, un video de un oso perezoso que nunca dejó de sorprenderme y, por supuesto, unas semillas de yuca brava y arazá que cogí abusivamente de un indígena witoto en el amazonas.
En su totalidad, el jardín estaba desecho. Era solo el recuerdo de las tardes de mi infancia que sirvieron de auditorio a los discursos de don Ezequiel. Debajo de las probetas estaban las fotos de las rancherías de la guajira donde viví durante los dos últimos años. En la carta que recibí de Sebastián, estando allá, me advertía que su padre nunca supo querer. Los dos, decía, habíamos sido victimas de su abandono, pero, y yo debía saberlo, siempre nos tenía presentes. No pude asistir al funeral por el mal tiempo y porque los ayllus en esa época del año desataban su poderes contra cualquiera que se atreviera a viajar por la guajira. No me animé a comprar el lugar porque me hubiera destruido. Solo tomé las cosas realmente importantes y enterré el resto en el jardín, escribí un cuento sobre plantas que daban pequeños modelos en plástico y lo llamé
Ezequiel. Ganó un pequeño reconocimiento por una revista literaria de poca monta unos años más tarde. La casa sigue abandonada y sin venderse. La veo de vez en cuando desde la oficina de carito en la 19 con 8. Colombina
Nota al pie 2.

Recuerdo que estaba lloviendo la noche en que Regina me dio de azotes en la cocina por dejar quemar la carne de la comida. Bueno, yo no sabía qué le pasaba por la cabeza a esa anciana decrépita, pero de seguro que no tenía ni idea de las mujeres inventadas después de la revolución femenina. Esa misma noche abandoné el pueblo, al esperpento de anciana del siglo XIX y a los pescadores que tan felices hicieron mis noches de descanso. El padre Alfredo me dio unas cartas para una conocida de él, y me regaló el pasaje a Bogotá. El viaje fue una cosa descomunal. Fuimos por río hasta San Pablo Adentro con dos australianos que habían viajado por toda Latinoamérica y se dirigían a Istmina. Me regalaron unos libros de Henry Miller a cambio de unas fotos con ellos. Desde Istmina hasta Manizales viajé en la camioneta de un viejo conocido de mi madre que llevaba bananos y, embutiéndome cuanto banano pudo, me contó de los excesos de los grupos armados en la región, y es que Andaluz estaba tan lejos que ni de la guerrilla ni de los paramilitares se sabía mucho. En Manizales un anciano amigo del bananero me hospedó y hasta me ofreció empleo en su casa, pero la capital era la capital, y el pasaje a Bogotá ya estaba comprado. Igual pasé la tarde con él hablando de las guerras civiles entre conservadores y liberales y de cómo habían cambiado las cosas.
En el expreso bolivariano camino a bogota conocí a Raúl. Un negro hermoso del que me enamoré al instante. Venía de un pueblo del chocó donde los paramilitares estaban asesinando a diestra y siniestra dejando atrás cultivos de palma africana. Como a él lo que le interesaba era el chontaduro y el pescado, había decidido viajar a Bogotá a trabajar para su tía en un restaurante. Hicimos el amor un par de veces en el baño del bus y dormimos hasta que llegamos a Bogotá, una ciudad que espantaba de frío en las sombras y quemaba con furia en los lugares abiertos.
Resultó que la pesquería y la casa de doña Teresa quedaban cerca, por lo que invertí todas mis energías en convencer a doña Teresa de darme posada y trabajo. Ella dijo que sabía muy bien lo locas que eran las recomendadas del padre Alfredo, todas chicas que había llenado de libros izquierdosos y feministas, pero bueno, podría ayudarle a llevar control de los asuntos del edificio que administraba.
Un anciano gracioso que cultivaba cuanta cosa se le ocurría en el último piso del edificio me invitaba a tomar té en las tardes y a
dejar sin riendas la imaginación en el jardín. Raúl se molestó al principio pero, luego de saber que don Ezequiel me pagaba una pensión a cambio de pasar los días con él, pareció aceptar la situación.
Pasaba las madrugadas leyendo toda novela que encontraba en la casa de Ezequiel. A eso de las siete, el anciano se levantaba y mientras yo le preguntaba por Flaubert, París, las monarquías europeas, él me sentaba en el mueble de la cocina y me respondía sonriente mientras me hacía el amor. Yo me bañaba en el jardín, porque a esa hora el sol de mañana calentaba todo el lugar, y esos baños sin ventana de la capital me parecían de lo más lúgubres. Luego bajaba a la casa de doña Teresa y la ayudaba a llevar el inventario del edificio. A medio día iba a la pescadería, a unas diez cuadras, y almorzaba en medio del desorden de la cocina del restaurante. Me acomodaba en una butaca en la esquina de la habitación, mientras Hervasia, la tía de Raúl, cantaba canciones hermosísimas de cuna. A eso de las dos de la tarde doña Hervasia, que nunca se dirigía a mi, le decía a Raúl que ya estaba bien, que podía irse conmigo un rato pero que volviera para recibir los pedidos de pescado en la tarde. Entonces subíamos a su cuarto, adornado de imágenes costeñas, pero no de la costa atlántica, sino del pacifico, una costa húmeda, llena de arrecifes y cosas que en Andaluz nunca vi. Hacíamos el amor, nos echábamos un aceite para las arrugas y otras cosas que don Ezequiel fabricaba, y nos quedábamos hablando de San Blas y Andaluz hasta las tres y media mas o menos, porque si llegaba a las cuatro a la casa de Ezequiel, se ponía de un humor raro toda la tarde y comenzaba a hablar en turco, como los vendedores que llegaban a Andaluz queriendo estafar a feligreses. En las tardes yo seguía leyendo y esculcando las cosas de Ezequiel, el hombre tenía millones de fotografías y enciclopedias de lugares fantásticos. Me sentaba en una silla en el jardín y recibía el sol de tarde y, si estábamos solos, me echaba cuanto aceite se inventaba sobre el cuerpo.
De cuando en cuando venía Brenda, una jovencita hija de don Carlos que cultivaba la planta para hacer el aceite de las arrugas. Se la pasaba husmeando en las preparaciones “mágicas” de doña Teresa. La chica no sabía muchas cosas a decir verdad, pero siempre que yo preguntaba sobre algún lugar o algún libro, volvía la siguiente semana con una historia inverosímil que don Carlos le había contado sobre el tema. Entonces se desataba tremenda polémica con doña Teresa, porque a su parecer, don Carlos no era más que un gitano presuntuoso disfrazado de medico.
Solía contarle esas historias a Raúl, pero él estaba obsesionado con unas letras de propiedades en la costa que tenía don Ezequiel. Según Raúl, por la ubicación de seguro tenían minas de oro, y si no, entonces eran tierras explotables.
Al final me había dicho que nada sería mejor que conocer el lugar, tal vez no estaba lejos de alguna ciudad importante y podríamos pasar la vida ahí. Sin entusiasmo convencí a Ezequiel de mirar la situación de los dichosos predios, había que ponerlos a producir y él aceptó más por la idea de volver a tierra caliente que por cualquier otra cosa. Contrario a mis expectativas, el lugar me pareció increíble. Estaba lleno de malezas y cosas que había que arreglar, pero tenía una casita con una sala enorme de estar, varias hamacas, una pileta en el patio trasero, una habitación como del siglo XIX, repleta de libros y cosas extrañas. La idea de volver a la ciudad me pareció escalofriante. Raúl se volvió lejano desde el momento en que puse un pie en el predio y Ezequiel aceptó que yo viviera ahí. El lugar, según me confió una de las mujeres de las casas cercanas, era desde hace más de doscientos años un paso obligado de muchos viajeros. De hecho en la primera semana me emborraché con dos jóvenes biólogos, uno irlandés y otro rolo, que estaban buscando una nueva especie de rana.
Contraté un par de campesinos y el lugar se comenzó a sostener solo. Pronto Ezequiel se convirtió en un extraño que, aunque le pasaran los años, tenía energías para hacer el viaje hasta los predios. Nos quedábamos horas mirándonos en la madrugada pensando en la muerte, la suya, que ya se presentía. Como si supiera que iba a morir, la última vez que lo vi me trajo las letras del predio a mi nombre. Le parecía que el lugar era más mío que de cualquiera de sus antepasados. Esa noche me habló de Brenda y Sebastián, su hijo. Los dos ya estaban grandecitos y tenían caminos bien delineados. La chica vivía viajando a cuanta comunidad indígena podía y se quedaba viviendo allá varios meses. Me mostró una fotografía del chico en la fortaleza de Lalbagh, dijo que eran buenos chicos, muy perceptivos, de seguro entenderían por qué había dejado de verlos para estar conmigo. Estaba lleno de miedo y seguridad. En intervalos se ponía a temblar pensando en lo que sucedería conmigo y los chicos, luego se volvía más duro que una piedra y enmudecía pensando sabrá dios en qué. Se fue en la madrugada de un domingo y nunca lo volví a ver.
El día que Tony, un inglés que estuvo más de dos años tratando de poner la plataforma de comunicaciones en la región, logró
conectarse a Internet, volví a saber de Ezequiel. Tony, intentando despertar mi interés, me mostró una serie de páginas en las que las personas que eran afines a la literatura, como yo, escribían sus propios cuentos. Entre ellas estaban la pagina de Brenda, que sólo tenía una entrada, un cuento que se llamaba Ezequiel. Tratando de distinguir la realidad de la ficción supe que Ezequiel había muerto tres años atrás. El cuento no era la gran cosa, pero motivada por algo de familiaridad, logré contactar a un español que había vivido conmigo seis meses y ahora dirigía una revista literaria medianamente importante. Le rogué que publicara el cuento y que tratara de elogiar a la autora. Le dije que era una vieja conocida con quién rompí comunicaciones en malos términos, por tanto, le solicitaba que fuera discreto. El español aceptó sin reparo y a los pocos meses me envió un ejemplar de la revista con el cuento. Tenía una fotografía del apartamento tomada probablemente de uno de los edificios de la 19.
Aurelia
EZEQUIEL

4 de diciembre de 1999.

Lo primero que tengo que anotar es que inventar mujeres no es cosa sencilla. Porque las mujeres ya están inventadas y uno siempre corre el riesgo de hacer lo que otros ya hicieron. La primera cosa que inventé fue el gatopaloma. El espécimen, al que bauticé Sebastián, consistía en los cuerpos sin vida del viejo gato de mi casa materna y el de una paloma de malas, que estaba de pie, desprevenida, tomando agua en la pileta del patio trasero la mañana en la que contemplé la idea.
Después de darle muerte, y siempre teniendo presente el tan famoso libro de Mary Shelley, como un carnicero experto, degollé a los dos animales, retiré sus órganos y con nylon y las agujas de tejer de mi abuela, elaboré a Sebastián. Por supuesto, cuando mi familia vio la cosa, la casa se llenó de curitas que estuvieron un buen tiempo sacándome el diablo del cuerpo. Sebastián pasó al cuidado de Josefina, una niña a la que logré convencer de que el animal había sido engendrado en una de esas noches en las que andábamos aprendiendo a besar.
Cuando vine a Bogotá quedé sorprendido con tanta paloma mutante y gato depresivo, no me quedó otra cosa que inventarme algo más, porque esos animales ya se saben inventar. Yo tenía un jardín en mi casa, donde decidí inventar plantas animalescas. Inventé algunas floresverduras y unos aceites con homúnculos. Fueron precisamente los homúnculos los que hicieron toda la gracia.
Estos pequeños espermatozoides vegetales se instalaban en las paredes, en los muebles, en la tierra y engendraban en todas partes, hermosas plantas homínidas. Pasé meses contemplando el asunto como si pudiera ver el proceso evolutivo frente a mi ojos, unas más simiescas, otras más humanas, plantas que parecían sonreír, leer, fornicar, esculcar mi apartamento mientras yo dormía.
En mi vida fui siempre mas un hombre de invenciones que de mujeres. Pero siempre supe que los encuentros entre hombres inventados y mujeres inventadas son lo mismo que entre los niños inventados y los ancianos inventados, hay una pequeña gama de posibilidades de acción, pensamiento y emoción, como diría Norbert Elías, que se barajan.
Por ejemplo, por lo general, cuando un hombre inventado le escribe una nota a una mujer inventada, el hombre vomita el tiempo que no pensó en el trayecto a su escritorio, y lo plasma en el papel. La mujer inventada recibe la nota, se come el papel y comienza a experimentar corporalmente el tiempo que el hombre inventado ya olvidó por regalarlo. Las indigestiones de las mujeres inventadas siempre tienen que ver con los hombres inventados. La perdida de tiempo de los hombres inventados siempre tiene que ver con las mujeres inventadas.
En Bogotá la cosa no es tan sencilla, siempre hay que procurarse alguna mujer inventada, seducirla, traerla a casa, ellas no vienen por si solas, como si sucedía en la costa de mi tiempo. La primera mujer inventada que conocí todavía estaba inventándose. Tuve la oportunidad de añadirle detalles a mi gusto hasta que quedó lista y, cuando aprendió a hablar, lo primero que dijo fue que se quería morir. La chica no volvió y yo me quedé con el sin sabor que tuve cuando supe que le gatopaloma pasaba las tardes saltando de tejado en tejado buscando maíz y arroz.
La segunda mujer inventada era una chica moldeada por plantas de selva húmeda del pacifico. Mudaba los colores de su cuerpo en las mañanas y todos los días andaba comiendo las hojas de los libros porque vivía con ganas de tener hojas que se le cayeran con los golpes de la lluvia.
El frío la mató el mismo día que la encargada del edificio subió, con mucho esfuerzo, un paquete sin remitente donde estaba el cuerpo sin vida de la primera chica inventada. Lamenté mucho el asunto, las chicas inventadas solo pueden vivir en su ambiente original. Los detallitos que añadí a la primera la condenaron a tener mala suerte en la selección natural, la segunda murió por convertirse en planta de selva en plena sabána.
Como no tuve dinero, ni las fuerzas para darles el funeral que cualquier chica inventada hubiera querido, decidí enterrarlas en le jardín. Las llené de aceites, semillas y todo lo que en ese día mis probetas contenían, por falta de espacio, tal vez porque se me dio la gana, las acomodé de tal forma que yacieron abrazadas, con las piernas, los labios y las cabezas entretejiéndose.
Cuando las chicas germinaron en la noche, yo no sabía aún que los homúnculos habían hecho de las suyas. En una semana una gran planta había crecido en forma de mujer, el más perfecto modelo de homínido que estos pequeños espermatozoides vegetales habían germinado. La cosa comenzó a ponerse incomoda cuando sospeché que la planta quería asesinarme, pero después de todo sólo era una planta con forma de mujer, qué me podía hacer?.
Con los soles de agosto y septiembre, la susodicha comenzó a deshojarse y dejó descubierta una superficie sintética semejante a la piel. De todos los modelos de plástico que mis plantas daban como frutos, éste era el que más elasticidad y consistencia tenía. La planta comenzó a comunicarse conmigo, me señalaba los elementos a combinar con las pocas raíces que le quedaban y que salían repentinamente de la tierra como por voluntad propia. En las noches la escuchaba tararear canciones de cuna y cuando le salieron pies y manos comenzó a preparar el té. Corroboré mis sospechas cuando por casualidad me tropecé con un pequeño paquete escondido bajo uno de los anaqueles del jardín. Estaba lleno de semillas de cianuro y se había mandado a pedir a nombre de una tal
flor.
Decidí no hacer mayor cosa al respecto porque si la chica no me mata, lo hacen los años en cualquier momento. Aunque en el fondo detesta ser un chica inventada por mi, le gusta preguntarme todo lo que ignora sobre el mundo y el jardín, me pide que lea en voz alta las novelas que dejaron otras chicas inventadas en mi biblioteca. Fué justo así como confirmó lo que debía hacer conmigo. Las chicas inventadas siempre terminan asesinando a sus autores, todos saben, y de hecho mi chica inventada lo comienza a sospechar en las tardes de lectura, lo que le pasó a Flaubert, a Cortázar, a Luís XV, a Espinosa y a Cortés. Madame Bovary, la Maga, Madame Pompadour, Mabel y la Malinche se revelaron airadas por saberse tan mujeres y los arruinaron. Por algo somos tan pocos los latinoamericanos quiénes las inventamos.
Oriana
* PIÑON, Nélida. O presumível coração da américa. TOPBOOKS Editora, Academia Brasileira de Letras. Rio de Janeiro. 2002. Pág. 13