Si por el gallo fuera esta
historia iniciaría con el cantar tranquilo de los grillos de cinco de la mañana
de una finca cafetera sumergida en la neblina; pero el gallo sabe, porque el
gallo sueña, que esta es una historia de brujos e indios que inicia con la
lluvia de una gran ciudad:
El estrepitoso ruido de las gotas inundaba los
pasillos de la pensión. Una mujer en el restaurante del frente reía a grandes
carcajadas por el efecto de las cervezas y esperaba que la lluvia cesara para
poder salir de ese escabroso barrio de inmigrantes e indígenas. Dos mujeres
trigueñas, descalzas, vestidas con batas de colores y con los cabellos negros,
largos y desordenados entraron corriendo a la pensión tratando de salvarse de
la lluvia. No lo consiguieron, estaban completamente mojadas. El administrador
les advirtió que debían secar los charcos que habían dejado tras de sí a lo largo
del pasillo, ellas rieron y hablaron en un idioma incomprensible para él. La
más anciana de ellas siguió a su habitación, la más joven, Bertha Ligia, se
deslizó hacia un cuarto que no era el suyo, abrió la puerta y buscó con la
mirada el cuerpo de Alipio. Contuvo la respiración por un segundo mientras sus
ojos se acostumbraban a la oscuridad, Alipio yacía al lado de la cama, seguía
tieso e inmóvil, su cuerpo estaba morado, había perdido todo signo de vida,
excepto por sus ojos. Bertha Ligia dio un paso atrás cuando la mirada de su
marido se detuvo en ella, sus pupilas lucían amarillentas, probablemente por la
ira. Cerró la puerta y caminó lentamente hacia su habitación.
Escurría lluvia y tenía frío,
sobre la cama estaban los vestidos prensados y de colores que le iba a regalar
a su cuñada Clara y que había cosido antes de que todo este problema iniciara.
Se quitó el bonito vestido de florcitas que usaba y con sus manos acarició su
piel, estaba reseca, había envejecido, sus manos se veían más arrugadas. ¿Aún
podría tener hijos? Tocó su pequeño vientre, nunca nada había habitado allí con
excepción de algunos gusanos y malos espíritus que la enfermaron un par de
veces. Retiró con brusquedad los hilos de cabello que jugueteaban en su rostro,
el gallo se atravesó en su camino pero ella lo empujó con uno de sus pies
descalzos, secó su pequeño cuerpo con una toalla ridículamente grande y se puso
uno de los vestidos que estaban sobre la cama.
Se sentó rendida, metió su rostro
entre las manos y pensó por un instante en lo que debería hacer, nada, no tenía
la menor idea. Los cacaeros del gallo la distrajeron, lo miró detenidamente, tenía
hambre y definitivamente iba a cocinarlo. Tarareó distraídamente el ritmo de un
popular reggaetón que se abría paso desde las bocinas de una vieja grabadora siguiendo
los movimientos del animal, finalmente suspiró, reunió fuerzas y se lanzó sobre
él sin éxito; ambos iniciaron un violento y torpe baile arrojando al suelo
ollas, perfumes, ropa, hasta el televisor cayó arruinándose y espantando a unas
cuantas cucarachas. El administrador de la pensión abrió la puerta de la
habitación ofuscado, la escena lo cogió por sorpresa, esa joven india corriendo
detrás de un gallo en una de las habitaciones de su edificio ¿cuándo entraron
ese gallo a la pensión? ¿Por qué él no lo notó? Rascó su cabeza tomando aire. Vociferó:
˗Aquí no quiero gallos, ni
indios, ¡esta no es la puta selva!
Estuvo a punto de coger el
maldito gallo él mismo y botarlo a la calle. Alguien lo llamó desde el
recibidor y desistió de la idea.
˗No te olvidés que tenés que
limpiar el reguero que dejaste en el pasillo –le advirtió dirigiéndose a su
lugar de trabajo.
Bertha Ligia se sentó en el suelo
y decidió esperar, no tenía tanta hambre después de todo. Puso algunos granos
de arroz en su mano y con la cabeza sobre sus rodillas aguardó durante mucho
tiempo el picotazo ingenuo del animal. Cerró los ojos y sintió que su piel se
resecaba y curtía, también cerró sus manos y apretó los puños, soñó.
Lo primero que vio fue la nariz
de una danta olfateando la tierra negra de la selva. La danta era pequeña y
estaba en la orilla de un estanque, parecía que escuchaba con atención,
esperaba inmóvil. Un objeto cayó en la mitad del estanque salpicando los árboles
alrededor y el rostro de Bertha ligia pero ella no sintió. Mamá grande reía, y
aunque no pudiera ver a esa abuela bruja que había decidido no morir, Bertha
Ligia sabía que era ella, tembló y despertó sudando.
El gallo infeliz observaba por la
ventana con una tranquilidad extraña, quizá sabía que iba a morir, sabía que
debería abandonar sus plumas, su piel, que una parte de él vestiría otras
pieles y que otra se diluiría en la lluvia. Lo sabía el gallo y no lo sabía
Alipio cuya sentencia de muerte era más fuerte que la de ese pobre animal.
Hacía frío y tenía que comer, tendría que buscar el dinero para comprar algo
porque no tenía fuerzas y luego si podría venir a matar al gallo. Bertha Ligia
agarró una bolsa de plástico que encontró en medio del desorden y caminó
decidida hacia la Avenida Nacimiento.
La ciudad goteó toda la tarde,
los buses desplazaban el agua de los charcos a los andenes, vitrinas y
peatones, y las gotas que caían de los tejados se encadenaban en un tamborileo
que producía somnolencia. Bertha Ligia se sentó en el andén de la esquina Nacimiento con calle Primera, a su lado se
encontraba un vendedor de churros que acababa de reacomodar su puesto. Ella se
recostó sobre la vitrina del Banco de Bogotá jugando con un sonajero de
semillas de bejuco cascabel que le había regalado su tía Hermilda para
practicar el canto del sueño. El sol de tarde evaporó lentamente las humedades
de la ciudad. Tenía tanta hambre que podía comerse al gallo entero. Miró a sus
pies y vio las monedas que algunos de los transeúntes le habían dejado, recogió
la bolsa y el dinero y se dirigió a la plaza campesina donde compró un caldo de
pescado que comió aparatosamente chorreando sus jugos por la comisura de sus
labios. Cogió la cabeza del pescado y se lo llevó a la boca, con los dientes
logró hacerlo crujir ante la mirada atónita de los comensales de la mesa del
frente.
–El ojo de pescado es bueno –dijo
sonriendo y levantando lo que quedaba de la cabeza del animal hacia ellos, acto
seguido se limpió la cara con los antebrazos y caminó por la calle Primera de
regreso a la pensión.
El sol, una luna de tarde, una
luna anaranjada y violeta a la vez, el firmamento en un degradé de colores, las
escaleras para subir al mundo de arriba, ella no quería enfrentarse a otra
entidad ese día, así que apartó la vista y la dirigió hacia la calle, a los
transeúntes, a los oficinistas y a las mujeres en tacones, a las sombrillas que
se cerraban y escurrían en las pantorrillas de los viandantes. Unas cuadras más
adelante vio a su cuñada, Clara; estaba sentada en un andén con sus tres niños,
le caerían muy bien los vestidos que había cosido para ella, el que usaba
estaba roto, su color azul pálido había perdido gracia por la suciedad. Además
se veía ridícula con las zapatillas de goma que le habían regalado en la calle,
era increíble que esos objetos se estuvieran poniendo de moda entre las mujeres
indígenas, era más increíble aún que Clara los usara siendo ella una de las que
desdeñaba la belleza de estos mestizados; porque era la primera que se quejaba
cuando veía a alguna india tratando de adelgazar, de crecer con tacones y
maquillar su rostro con tierra blanca para parecerse a los blancos, a las
mujeres blancas, “¿para qué?” decía, “¿para coger un marido blanco?¡Ni con
loquera!”, entonces reía juguetona y sobaba su panza “yo no voy a dejar el
plátano verde”.
Bertha Ligia se acercó a Clara
sin que esta última la notara. Miraba absorta hacia un hidrante como si no
estuviera ahí, de hecho estaba muy lejos, en otro lugar. Se plantó en frente de
ella y le sonrió, Clara alzó su rostro.
–Miré el cielo, ahj, ahora voy a
soñar con espíritu malo esta noche –dijo molesta dirigiendo su mirada hacia el
suelo. Se encontró con la sábana de luz que cubría el pavimento y luego las
sombras de los transeúntes alargadas y grisáceas. Bertha Ligia tocó los zapatos
de Clara con sus pies descalzos y sonriendo.
–Bonitos zapatos –le dijo, Clara
la miró a los ojos,
–tengo mucho dolor en los pies, a
veces se necesitan estas cosas, por algo toda esta gente anda con zapatos, esto
no es la selva –recogió la bolsa y algunas artesanías que estaba tratando de
vender –en la selva jamás usé zapatos, no me mires así Be, aquí hay vidrios, y
cosas, mire esos pelaitos ahí corriendo descalzos, llegan a la casa llenos de
chicle y cortadas, no, no, uno tampoco puede negarse, no es por querer ser
mestizada, yo solo quiero que no me duelan más los pies
–y las manos –dijo Bertha Liga
con una sonrisa burlona señalando un par de pulseras de plástico en la muñeca
de Clara.
–¿esto? esto no es nada, –Dijo
Clara mirando al suelo –me lo regaló un indio de esos del sur, yo no podía
negarlo, no le veo la risa ni la gracia Bertha Ligia, no es que mis hijos anden
por ahí hablando palabra de blancos o de morenos, ellos siguen siendo bien
criados.
Uno de los hijos de Clara se
acercó y le pidió que le guardara su carrito de juguete, estaba desesperado por
salir a correr atrás de sus hermanos que reían y gritaban algunos metros frente
a ellas, querían escalar una de las rejas del jardín central. Clara tomó el carro
enfadada,
–¡vengan para acá! –les gritó, y
caminó hacia la pensión como si nada ocurriera.
–Esta tarde no es buena, están
todos los colores –dijo preocupada señalando el firmamento –casi todos los
escalones, algo va a ocurrir. Además soñé.
Bertha ligia no se inmutó, se
concentró en un hombre viejo y barbudo que también estaba sentado en un andén, trataba
de ponerse en pie y no podía por la borrachera. Hasta con ese viejo panzón
preferiría vivir antes de seguir con Alipio.
–era un gato, un gato muerto en
la esquina de Nacimiento, un gato verde de ojos amarillos que rasgaba el cielo
con sus uñas y mamá grande lo miraba y me miraba y lo miraba y me miraba y lo
miraba y me miraba y cuando miramos al gato otra vez ya estaba muerto, estoy
segura, no puedo no estarlo, nunca antes había estado tan segura, Be, pon
atención
Bertha Ligia la miró esperando
que continuara la historia,
–Mama grande dijo que ese gato
era –Bertha Ligia la interrumpió:
–Ese viejo panzón –señaló con la
mirada al hombre y luego corrió divertida tras los niños. Clara la alcanzó y la
tomó del brazo.
–esto es serio, ¿a usted qué le
pasa en estos días? Pareciera que no le importa nada, no me diga que está
pensando en irse, Be, no puedes irte, los niños, todo, no. Además, el sueño es
importante, en el sueño mamá grande dijo que el gato era Alipio, va a morir.
–Alipio no va a morir –dijo
Bertha Ligia mirando de nuevo al panzón borracho que ya estaba en pie y
caminaba unos diez metros delante de ellas, continuó:
–Alipio ya tiene espíritu malo, a
Alipio hay que matarlo
Clara la miró aterrada pero
Bertha Ligia no le hizo caso, recogió una bufanda que encontró en el suelo y
con ella envolvió el sonajero.
–Es noche, vamos rápido –dijo con
el rostro frío y alzó a la más pequeña.
–¿Dónde está? –preguntó Clara
–No sé –dijo Bertha Ligia
apretando contra sí a la niña.
Caminando recordó la noche
anterior, ese horrible hombre había encontrado su escondite, el cuarto de la
pensión que nunca se alquilaba por ser frío y oscuro. Ella había decidido
dormir los últimos días y noches en ese lugar para escapar del embate de su
marido. Sin que se lo hubiera esperado, aunque en el fondo lo había presentido,
Alipio la había encontrado con la ayuda de un espíritu malo. Cerró los ojos
tratando de no estallar en llanto, lo último que quería es que Clara se
enterara, armaría un alboroto tan grande que todos los brujos y brujas del
Chocó vendrían a ayudarla, al final todos concluirían que tendría que ser la
propia Bertha Ligia quien terminara el asunto pues ella lo había iniciado. Tomó
aire. Esa noche Alipio había abierto la puerta mientras ella soñaba que estaba
en el remolino de una cerveza que mamá grande servía en un totuma, una mamá
grande que reía mostrando su boca desdentada. Él había jalado sus piernas y la
había despertado, sus golpes fueron repetitivos y rápidos, se sintió como una
muñeca de trapo bailando al ritmo de una niña malcriada. La golpiza había
parado por unos segundos mientras Alipio tomaba aire y ella había sentido una
punzada de dolor tan fuerte que creyó morir. El hombre que había sido alguna
vez su marido se había acercado de nuevo con su bastón en la mano, listo para
arremeter contra ella, pero
–menos mal resbaló – susurró. La
niña se incorporó y la observó, Bertha Ligia la volvió a acomodar en su hombro
reprendiéndose a sí misma por volver palabra el pensamiento. Menos mal alguien
dejó una botella de aguardiente blanco en el suelo, menos mal Alipio resbaló
con la botella que salió disparada hacia ella, menos mal ella no pensó, solo
actuó, cogió la botella y con fuerza la reventó contra una pared, menos mal el
aguacero era tan fuerte que ahogó el ruido, menos mal Alipio volvió a
enredarse, pero esta vez con el bastón, aunque ese “menos mal” no era tan
fortuito, ese último resbalón era brujería, era mamá grande, ella lo sabía,
tampoco era casualidad que Alipio se hubiera ido de bruces sobre ella
enterrándose la botella en el vientre y mucho menos cuando ella, por decisión,
decidió hundirla más. Suspiró. Tampoco era casualidad que Alipio el Tieso
siguiera vivo, que al amanecer sus ojos la siguieran mientras ella limpiaba con
desesperación la sangre y menos mal salió al pasillo y encontró a la anciana
que, menos mal, tuvo la gran idea de ir a la farmacia a comprar medicamento
para su gripa “y usted debería ir también mamita, mire como está de
descompuesta, ese Alipio lo que no tiene es límites”. Se detuvo unos segundos
frente al semáforo, no quería recordarlo. El ruido de los buses y de los carros
no le permitía escuchar la conversación entre Clara y los niños, aunque sí pudo
oír con claridad los susurros cansados de la niña que llevaba en los brazos.
–Tía –le dijo, –estoy cansada de
esperar.
Cruzó la calle cuando cambió el
semáforo y dos cuadras más adelante, frente al inquilinato, dejó a la niña en
el suelo. Clara la miró angustiada
–¿Dónde está? –repitió,
–Estará muerto
–Bertha Ligia no es tu trabajo,
es trabajo de brujo, tú no puedes sola
–Lo sé –suspiró y se volvió hacia
ella –Alipio se fue, debe andar con mujer y con tiempo, porque ahora todo lo
que quiere es conseguir más tiempo, ahora tiene un reloj de esos que la gente
se pone en los brazos, yo creo que ese reloj es robado y el reloj marca las
siete y él se levanta como cogido por el diablo, asustado, se levanta
corriendo, rápido, sudando, se pone un pantalón y un saco y se va, y yo no sé
para donde coge, solo sé que se va y cuando el reloj marca otra vez las siete
vuelve, pero bien endemoniado y la coge conmigo, y no, eso no está bien Clara,
está muy mal, yo estoy pensando llamar a mi papá, o a mi hermano, o volverme
para el Andágueda, allá me extrañan, yo quiero estar en mi casa, con los
sobrinos, con mamá, hace mucho no veo a mamá ¿y si no voy y muere? y estoy
cansada, estoy cansada de tener hambre, de tener que caminar y caminar sin
plata, y mire como estamos, nos estamos arrugando, es este humo, y este ruido,
y la calle, y Alipio no hace más que emborracharse, la gente ya está mezquinando,
el otro día escuché a la vieja Marina diciendo que Alipio había peliado con un
joven de San Blas y que casi lo asesina, ¿y si un brujo se entera de eso? Yo no
quiero que me dé loquera por un maleficio, no.
–Alipio no era así Be, tu sabes
–no importa, solo sé que ayer
marcó siete y se fue, no ha vuelto.
Clara la observó resignada, tomó
de la mano a dos de sus hijos y gritó al otro, antes de irse le dijo:
–avísame.
Bertha Ligia entró a su
habitación, buscó un par de botellas de aguardiente blanco y las metió en una
bolsa, también echó unas hojas de yerbabuena, el sonajero y una olla. Se cubrió
el cuello con la bufanda mientras el gallo aguardaba escondido bajo la cama,
presentía su muerte. ¿Moriría Alipio? ¿Moriría ella? Con las cosas en la mano
se sentó sobre la cama, observó la habitación en la penumbra. Estaba agitada,
tenía que dejar de pensar, de temer, a pesar de la oscuridad alcanzó a ver la
gorra de Alipio, la que usaba cuando todavía era gente, una gorra vieja que
había encontrado en la calle y que llevó con orgullo los días en los que
trabajó sembrando árboles en los cerros de la ciudad, porque a Alipio estos
objetos si le parecían útiles. Los perfumes, las cucharas, los zapatos de goma,
hasta el televisor, todo lo conseguía sin que nadie supiera cómo, todo lo
quería saber, prender, usar, hasta un brassier le había regalado, un brassier
perfumado, “pruébatelo, yo no sé de eso, pero miremos a ver cómo se usa”, Bertha
Ligia había reído ese día y lo había usado por pura diversión, Alipio
maravillado, como la primera vez que encendió el televisor, un Alipio vivaz,
casi el mismo que le había prometido esperar, en otra noche, en otra luna, en
otro tiempo y en otro lugar, Alipio llegó a la puerta de su casa, allá en la
ribera del río Andágueda y le dijo “te espero”, y también llovía y las gotas
recorrían la frente, el cuello, el pecho de Alipio Sonriente, incluso un Alipio
tonto, “te espero noche, coge conmigo, yo soy todo bueno, de los Querágama,
vamos para la casa y tengamos muchos hijos”, y su rostro sonriente y sus
mejillas rosáceas, la lluvia cayendo, ese hombre de pie en la puerta de su
casa; su padre la había mirado y ella había guardado silencio, “¡Váyase!” le
había dicho a Alipio Enamorado “¡eche de ahí que la niña no quiere con usted!”.
Alipio no había cedido “Te espero”, esta vez retrocediendo ante la amenaza del
padre, resbalando en el último escalón del tambo, que es un nombre muy bonito
para llamar a la casa, es un nombre sonoro que parece escrito de madera, de
caña, y fue de una de esas cañas de las que Alipio Enamorado había resbalado y
caído, entonces ella había tomado aire y había exhalado. El movimiento del
gallo le recordó donde estaba y lo que debía hacer. De nuevo la habitación se
hizo noche y el tambo se desdibujó. Estaba más tranquila.
Entró firme al cuarto del fondo
donde la esperaba su marido. Abrió el aguardiente y se zampó media botella de
un solo trago, puso la olla entre ella y Alipio el Tieso y después trasvasó el
resto de la bebida y depositó en la olla la yerbabuena. Se sentó sobre sus
tobillos, los tomó con las manos y comenzó a cantar.
Resopló.
Su cuerpo era muy grande, parecía
que medía kilómetros de altura y que estaba hecha de pan, así se sentía, como
un copo de algodón suave moviéndose por la selva. Tenía un lápiz labial en su
mano, maquilló sus labios de rojo y dibujó algunos bejucos alrededor de su
ombligo, hombros, en sus pies y piernas. Abajo, muchos metros abajo, en el
suelo, había un alacrán que era del tamaño de una hormiga. Lo observó caminar
lento, ella se acostó con las piernas abiertas, solo tendría que esperar, solo
tendría que esperar.
Dio un brinco involuntario y paró
el canto y el ensueño, estaba sudando.
Alipio el Frío se había sentado
frente a ella, ese cuerpo se había sentado frente a ella.
Sin temor Bertha Ligia se puso de
pie y abrió la ventana de la habitación, llovían pequeñas gotas tibias y en las
puertas de los bares del frente revoloteaban borrachos como moscas. Bajo la
ventana estaba el bastón de Alipio, lo tomó y le propinó un golpe en el cuello,
como él mismo lo había hecho hacía un par de noches. Ni con los golpes los ojos
de Alipio dejaban de mirarla. Ella bebió la mitad de la taza con la mescolanza
alcohólica y herbaría, se sentó de nuevo, esta vez al lado del difunto y
reinició el canto, se lo susurró al oído. Resopló. Un beso, un beso para Alipio
el Muerto. Resopló de nuevo.
El difunto le lanzó un golpe en
el cuello, en la espalda, en las piernas, la agarró por los cabellos y la
arrojó al suelo, le abrió las piernas e introdujo su mano entre ellas, Bertha
Ligia cerró los ojos y echó su cabeza hacia atrás esperando el encuentro de los
dedos de Alipio el Muerto con su hijo. Alipio retrocedió adolorido y espantado
por el aguijonazo del alacrán, se lanzó sobre ella enfurecido. Ella abrió los
ojos, estaba en la habitación de nuevo con el Tieso Alipio encima, logró
zafarse.
Corrió hacia su cuarto. Abrió la
puerta y los huesos comenzaron a dolerle, crujieron, avanzó, tropezó con el
televisor y cayó. Sus lágrimas y sudor se mezclaron.
Resopló.
Sintió el roce de la piel del
tigrillo sobre su cuerpo, estaba en la casa del jaguar. Tres de ellos comían
glotonamente. El más grandecito la miró.
–¿Usted es gente? –Le dijo. Ella
dijo:
–no, no, yo no soy gente, soy un
alacrán.
–no, usted es gente que dice que
es alacrán para que no la comamos.
–no, no, yo no soy gente, yo solo
estoy vestida de gente.
–entonces
coma –dijo el más pequeño pasándole un plato con carne cruda y podrida, Bertha
Ligia comió
–¿Vio? –dijo –no soy gente.
La miraron y siguieron comiendo
–pero hay gente –les dijo, –hay
un indio que anda disfrazado de diablo, va a venir aquí a pedir ayuda, tiene
pico y plumas negros, cuando venga los va a matar y a comer.
Los tigrillos quedaron
advertidos.
En la habitación oscura Bertha
Ligia vio la silueta del gallo. Los negros ojos del animal parpadearon dos
veces y sus pupilas se dilataron, el ave estiró su pata naranja para escalar
sobre una caja de galletas “golosas” que se encontraba en el suelo, tras tres
pasos calculados se acercó al cuerpo sudoroso de Bertha Ligia. El gallo fue
sigiloso, no se puede decir que el animal no hubiera sido previsivo, quería
estar seguro de que la india estuviera muerta. Lanzó un par de picotazos suaves
a su vientre y a la palma de la mano, ella lo agarró por el cuello y lo estranguló.