martes, 6 de agosto de 2013

PARTE I; GLENDA

Los ciclos temporales se habían trastornado a tal punto, que eran las cuatro de la madrugada en el aeropuerto y Glenda sentía una necesidad extraña de embriagarse un poco y escribir, como solía hacerlo en las noches de los jueves y viernes. Esto lo hizo recibiendo austeramente las miradas de reproche de las meseras de una de las cafeterías del aeropuerto. Era un grupo de tres chicas que acababan de llegar al trabajo, todas ellas recién bañadas y levantadas. Como si estuviera en otro tiempo, y de hecho lo estaba, se sentó en una de las mesas de la cafetería y observó por la ventana la llegada de dos aviones y el transitar lento de los diminutos camiones que transportan las valijas hacia y desde los aeroplanos. Sentía el constante e intenso dolor de los cólicos menstruales, hacía unas horas, cuando estaba en córdoba, exactamente hacía 600 kms, en un baño de un hostal y dos minutos antes de tomar un taxi, observó sorprendida el papel higiénico manchado de sangre, cosa muy extraña porque los tiempos de la llegada de su menstruación los tiene claros, y esto sin llevar la cuenta, dos o tres días antes siente que ya es tiempo de que la regla le venga, pero entonces, con tal confusión, no lo sospechó. Por lo general los cólicos marcaban los ritmos cotidianos del descanso y la vigilia, pero esta vez no le produjeron la menor sensación de tiempo continuo. Glenda sentía que la última semana se había estirado y encogido, ella misma había saltado entre tiempos y recorrido varios años y ahora, a las cuatro de la mañana en el aeropuerto, el tiempo le explotaba en la cara dejando recuerdos sobre las mesas y sillas. 
A las cuatro y media terminó de escribir un pequeño texto, hablaba de sus conflictos matrimoniales, en realidad quería crear un discurso sobre sus dudas, dudas? Pensaría ella, y es que no tenía muy claro qué era lo que sucedía. Había días enteros en los que se sumergía en sensaciones, sentimientos, emociones, prácticas emotivas, diría ella, que le molestaban, que le dejaban tristezas extrañas, deseos inalcanzables, no verbalizados, ni si quiera expresados, no sabía lo que quería y lo que no quería, entonces escuchaba Claro de Luna de Debussy y lloraba sin hacerlo. Esa mañana el tiempo había estallado y dejado sus restos, memorias y objetos, todos desperdigados sobre las mesas y los pasillos del aeropuerto, y el aire de la mañana, el amanecer, se levantaba bailando Claro de Luna y, sin hacerlo, ella lloró un poco. Sintió ganas de embriagarse y fumar, pero el aeropuerto era un lugar sin espacio, un no lugar revestido de un aire aséptico que se presentaba como neutral y natural y, dado el deber ser de las cosas, en estos lugares no se podría fumar. Pensó en beber una tercera cerveza pero la mirada de reproche que le haría la última chica la desanimó. De hecho pensaba caer en un sueño profundo arrullado por el alcohol durante las seis horas que le quedaban de viaje, sabía que al despertar el territorio y el tiempo recuperarían sus ritmos y se unirían de nuevo en un paralelismo infranqueable. El silencio mortal de ese lugar a esa hora le hacía pensar en Gabriela, en el acento de Gabriela, en la manera en la que sus palabras bailaban en un ritmo extraño como el tiempo y el espacio.
En el avión agradeció tener un compañero de asiento silencioso, durmió unas cuatro horas y comió opíparamente la comida desabrida que le dieron. Sacó un libro, uno pequeño que había comprado horas antes al ver que le sobraban billetes de la moneda local. En la última página inició otro texto, antes, miró hacia la ventana desde donde vio un par de ríos con numerosos meandros, ríos diminutos que de cerca podrían ser enormes cuerpos de agua, tenebrosos y potentes que arrastraban en sus corrientes innumerables objetos, no sólo de las selvas, bosques y planicies, sino de la cultura material de los humanos. Volvió a su libro y escribió.
Brimana se recuesta sobre el otro lado del muro mientras me ve enrojecer, ella se deja caer, con calor, yo, porque ella está de lo más seca, no tenemos nada que decirnos. Tarareo de pie y apoyada sobre los restos de una vieja casa en la finca de la abuela. Medio muro de ladrillos pintado de blanco que se levanta extraño en la mitad del pastizal. Brimana vuelve su rostro hacia arriba y se encuentra con mis ojos, me mira con desconcierto. Cómo hemos estado y esas cosas que se preguntan cuando preguntamos. Noséquiencita toca el violín, hay gente que hace mezclas de lo más interesantes. Mira su vientre, le preocupa ese abultamiento. A mí también en realidad, esta violencia estructural, como si fuéramos importantes, como si fuéramos medianamente importantes, sólo por esta violencia. Las señoras indígenas que “bajan de la montaña”, qué sabrá ella si por la guerrilla o los paramilitares, tal vez el ejército o los cultivos de coca, pero de todas formas, “pobre gente”, como los que andan por la calle pidiendo dinero y las víctimas, los desplazados, en África con tantos niños muertos de hambre, estaría bien que comieran un poco de lo que deja de comer, y están las políticas, y las personas, y los análisis filosóficos, pero en la filosofía no se mete mucho, no porque sea un círculo etnocéntrico, por más crítico que haya sido su último periodo (el de ella y el de la filosofía), sino porque es muy enredado y “abstracto”. Los punkeros, el rap, reggae, las drogas y esas cosas que nos llevan a la farándula y a la televisión y a pepita y a juanita, y luego la ropa y los zapatos de la China que hacen migrantes de quién sabe que otro país vecino, pero no Rusia, porque los rusos son como esquimales, siempre con esos gorritos. Bangladesh y las filipinas de los que migran tantas “amas de casa” y el mundo que se mueve y nosotras tan quietas bajo el sol con este calor, yo, porque ella sigue de lo más seca.

Hari se acerca, cada vez más cerca y más arriba. Él camina en la calle siempre, de vez en cuando sube a las montañas como suben las mujeres, o baja a pescar, monta toros en los llanos, y yo lo miro sonrojada mientras ayudo en la molienda. Hari no sabe que es hari, ni que hace todas las cosas que hace, hari está en la ciudad escuchando alguna cátedra sobre durkheim, o haciendo caras cuando sabe de derridá. Hari escucha electrónica, pregunta sobre lubricantes y esposas, hace esculturas, se enamora de su carro viejo y desvalijado, entra en las “pasiones de masas” y hace etnografías, ve bailar a las gitanas, da clases informales de historia de la música “porque las mujeres no son melómanas”, así yo haga esas caras de la mujeres que no existimos. Todas las mañanas en el café lee el periódico, fuma un cigarrillo me sonríe, por las tardes vuelve sin haber salido y lee música, mientras le hablo de antropología. Y en la finca me sigue sonriendo mientras salto en falda con las piernas pegajosas por el calor, se lanza sobre mí pero me mantengo de pie, sube mi falda y me apoyo sobre el único muro que queda de la casa de mi bisabuelo, Brimana se acerca, al otro lado, mientras me ve enrojecer y se deja caer, del otro lado, habla de moda, de las indígenas y esas cosas que se hablan cuando hablamos, y pregunta cómo estamos, y esas cosas que se preguntan siempre cuando preguntamos y si lo quiero y la lengua de hari entre mis piernas, el mundo que se mueve y nosotras tan quietas bajo el sol con este calor, yo, porque ella sigue de lo más seca.
“Pero claro que lo amo” le digo a Brimana. Hari cambia el ritmo. Me quedo callada, los dos miran hacia arriba, mi rostro fijo en la casa principal, la abuela está en el patio desplumando un pobre pavo real, sonrío mientras muevo mi rostro. Brimana que mira a la abuela y se enternece, algún día ella estará con alguien como mi abuelo, salgo de la cara de hari, subo mi ropa interior, desvergonzadamente escalo el muro y camino hacia el río. Hari se recuesta sobre la pared, tal vez piense en alguien como la abuela.

Glenda observó el amanecer desde la ventana del avión. Pensó un poco más en Hari, que era todos los hombres, cerró la ventana y se sumergió en la lectura de la revista de la aerolínea.

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