lunes, 19 de agosto de 2013

(ESPACIOS) III. La casa Sefardí

Sefardí, el viejo Sefardí, compró el predio a principios de siglo XX por estar en las afueras de Bogotá y quedar cerca al río. El viejo vio la posibilidad de explotar la tierra para proveer al mercado urbano con alimentos porque creyó que la escasez que proseguiría a la guerra de los mil días iba a enriquecer a una pequeña clase agropecuaria. Sin embargo, los hijos Sefardí no estuvieron muy interesados en la empresa y utilizaron la casa como una quinta rural para reuniones familiares. La casa es una estructura republicana de techos a dos aguas con tejas de ladrillo rojo sostenidas por muros blancos de bahareque. El lugar está rodeado por jardines que probablemente la vieja Sefardí, la abuela Sefardí, sembró y que alguna de sus hijas continúa cuidando. Hay varias entradas, la más espectacular es un zaguán cuyo camino está rodeado por rosales y adornado por varias fuentes de piedra. La casa Sefardí parece tener vida propia y es que el agua corre por todos lados, no solo por el sistema de fuentes que la rodean, sino por el pasar rápido del río que curiosamente para ese punto aún no está contaminado. Al final del zaguán está el recibidor con dos grandes puertas verdes altísimas y anchas que llevan a la sala y al comedor. La primera de estas es un salón gigantesco con dos bibliotecas blancas de piso a techo y un juego de sala enorme de color blanco que pareciera haber sido elegido por algunas de las hijas Sefardí en los años sesenta. Tras esto está el ventanal igualmente opulento, originalmente debió mostrar un paisaje rural pero ahora da una vista panorámica del barrio más pobre. Que macabro, pensé, aunque también intuí que ni el viejo Sefardí ni el arquitecto contaban con que esa zona rural de la ciudad sería el espacio de los tugurios, el lugar de arribo de los contingentes pobres del país y de sus luchas para construir, sin conocimiento ni técnica reconocida oficialmente, sus propias viviendas, ladeadas, hechas de ladrillos y con animales y ropa al sol. Esa era la maravillosa vista de los Sefardí, de su casa de campo. No pude evitar fantasear una escena porno en medio de tanta exuberancia. Sería la cúspide de las contradicciones de clase. Una joven, atractiva, porque debía ser atractiva, con un hombre Sefardí sobre ella, en el sofá sesentero, iluminados por la luz proveniente del tugurio que el hombre podía observar, donde miles de niños correrían descalzos hacia y desde los gritos de sus padres pero desde el que, evidentemente, no se obtenía una visión de la casa, ni mucho menos de su interior. 

Fue el propio Sefardí quien me indicó el camino hacia el comedor, comeríamos un "snack" rápidamente antes de hablar del proyecto agroecológico con sus canas y sonrisas finas. Qué hombre más raro, entonces pensé en sus deseos, después de tantos años aún buscaría mujeres jóvenes y hermosas? y eso lo pensé porque antes de visitar su casa, en medio de la investigación sobre la identidad del anciano, encontré una foto de él en la sección social de una revista popular del país. Sefardí aparecía en medio de dos candidatas a Miss Colombia con una copa de whiski en sus manos y usando una camisa guayabera blanca. Qué detestable me pareció ese Sefardí viejo y seductor, más aún cuando llegó a la oficina pidiendo el apoyo de la universidad para llevar a cabo un proyecto ecológico, exigencia que debía cumplir para explotar la zona. Estando en su casa no comprendía si Sefardí y yo podríamos entablar una conversación amable y curiosa, hasta interesante para los dos, o si en realidad, esto, eso que sucedía, era solo un despliegue de sus habilidades de encantamiento, tan común en estos hombres de clase alta, de fotos en la sección social, de reinas de belleza, de sexo con panorámica de los pobres. 

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